Vivimos en un época en la que nos vemos obligados a gestionar el cambio constantemente: cambio de jefe , de procedimientos, de funciones. Lo que servía ayer no vale hoy, incorporamos conocimientos cada día.
Nuestros hijos cambian, nuestros padres, nuestra pareja, nuestros amigos, vivimos en constante adaptación.
A eso hay que añadirle todos los cambios que vienen dados por el gran avance tecnológico y la velocidad a la que se produce todo esto. Agotador ¿verdad?
Sin embargo a nuestro cerebro le cuesta mucho cambiar, porque está programado para la supervivencia y ésta es más fácil en entornos conocidos. Pero la vida es cambio constante y renovación.
La mayoría de las veces hablamos de gestionar el cambio que nos viene dado desde fuera y últimamente hay tantos cambios sobrevenidos que no deja fuerzas para el cambio desarrollativo, el cambio que uno elige para mejorar, crecer o avanzar.
Sin embargo elegir por nosotros mismo cambiar, aprender nuevas habilidades, salir de nuestra zona de confort afecta a nuestra identidad y las consecuencias son impredecibles y la mayoría de las veces positivas.
¿Cuánta energía dedicamos a ser fieles a lo que fuimos o nos dijeron que éramos?
Creemos que vamos a ser siempre iguales : el marido que con veinte nos encantaba nos desquicia con cuarenta, la casa que hemos tardado una vida en comprar no nos sirve en la jubilación, el trabajo para toda la vida (los pocos que lo han mantenido) aburre mortalmente.
Decía Platón que con cada cambio de nuestra vida experimentamos la inmortalidad ya que dejar atrás lo viejo y recibir lo nuevo es una forma de resucitar.
Lo cierto es que si queremos cambiar debemos hacer frente a los enemigos del cambio: El miedo, la pereza, la resignación, el victimismo, la narcotización, la resignación.
Yo me pregunto, ¿Qué es más difícil abrazar el cambio o la aparente comodidad de mantenerse siempre igual?
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